15.11.12

Yo nací con un par de alas.


Eran pequeñas para los tres kilos cien gramos que decía la báscula en la sala de parto. Grandes para mí pero, aunque no me molestaban, pesaban y hacían que mi espalda doliera. Tuve alergia a todo, incluso a las plumas; entonces debí aprender a vivir con series de más de treinta estornudos, ardor de garganta y ojos llorosos desde que tengo memoria. No hablaba todavía pero sabía que eran mías, que debía cuidarlas, que no debían romperse, que debía mantenerlas limpias y que si se llenaban de lodo había que asistirme de la lluvia para dejarlas, más o menos, blancas. Uno de pequeño sabe más de lo que los adultos creen. Era algo que sabía sin que ningún mayor me lo hubiese advertido, creo que fue el primer sentido de la responsabilidad que supe mío.

Pasaron los años y seguían ahí. A veces me quejaba de ellas porque no me dejaban ser tan rápida como los demás; recuerdo como alguna vez en un estado de berrinche de niño de 9 años, quise saltar de la cúpula de aquella iglesia donde me preparaban para recibir la Eucaristía. Nadie me preguntó si quería o no ser católica porque yo no sabía que había más opciones. Ese día, confiando en mis alas y en el Dios que me habían inventado, me lancé de aquel lugar al que sólo las palomas llegaban; estaba lloviendo y mis alas no pudieron moverse, fracasé como ángel terrenal y no sé qué fue más triste: si darme cuenta de eso o de que ese Dios no había dejado que mis alas volaran. No me pasó nada; de la cúpula al techo no es más que metro y medio de altura, de cualquier forma fue decepcionante y doloroso. 

Llegué a casa y lo primero que hice fue bañarme para quitarme el hedor a palomas y plumas mojadas. Seguía triste por no haber podido volar como en mis sueños; esos edificios siendo saltados por una chiquilla de nueve años, esos edificios. En la orilla de la ventana del baño estaban las navajas de afeitar de mi papá. Sí, se me hizo fácil pero no lo fue. Comencé a navajear a filo, como si fuera un serrucho, la piel que me unía  cada ala; seguí con la otra. Era tanta la sangre que ahí fue cuando sentí miedo, arrepentimiento y quise pegarlas con un poco de Tafetán que había en la gaveta de primeros auxilios a ver si podían salvarse.

Se fueron. No, las fui, que es diferente. Escupí al cielo sin creer en él, terminé con lo que más me molestaba y, veinte años después, estoy pidiendo me sean devueltas. 

Estoy en esa etapa en la que no sé si quiero volar o dejarme caer en el pantano. No me gusta sentirme asfixiada y quizá sea eso lo que me mantiene esperanzada, sino a recuperarlas, a que alguien me invite a volar sin necesidad de alterar nuestros sentidos.

Necesito saberme arriba.
Aquí abajo todo es denso y no se puede respirar bien, todo sabe terregoso y a veces duele la garganta, casi todo ha perdido el sentido.

Dicen que no debes arrepentirte de nada; yo podría volver el tiempo hace 20 años, hacer rabieta pero no hacerles daño. Pobres alas, ¿qué culpa tienen de caer en espaldas equivocadas? 

A veces, siempre, las extraño...

"Fly me to the moon,
let me play among the stars,
let me see what spring is like on jupiter and mars..."

No vuelve a pasar. Lo juro.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.