17.3.16

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Mi nombre es Irene, me llamaron así porque era el nombre de la abuela de mi mamá que fue la que cuidó de ella mientras la suya cuidaba a los hijos de otra, porque se fue con un hombre que tenía dos hijos, mi madre tenía recién cumplidos cuatro años. 

Irene, la bisabuela, era una mujer joven. Siguieron un patrón de tener hijos a los diecisiete años, por muchas razones; rebeldía, precocidad, falta de educación, entornos hostiles, entre muchas otras. Entonces, haciendo cuentas, Irene tendría treintaicinco años aproximadamente cuando se convirtió en abuela, aunque la vida no la había tratado muy bien y lucía como quince años mayor. Tenía menos de cuarenta cuando mi abuela se fue, quedándose a cargo de mi madre. No tuvo más hijos, enviudó muy joven y carecía de ingresos por lo que, aparte de vender en las oficinas aledañas productos por catálogo, comenzó a limpiar casas los fines de semana. Tenía que costear los gastos que aunque no eran para nada ostentosos, debían cubrirse. 

Irene vivió rápido, tanto que la vejez la alcanzó muy pronto, dándole una natural, y, como toda su vida, precoz menopausia alrededor de los treintainueve años.

De mi abuela ya no se supo nada, alguna vez llegó un sobre con tres mil pesos y una nota pidiendo perdón. Tres mil pesos costaron doce años de incertidumbre. En fin, ese dolor ni siquiera fue mío, aunque dicen que la muerte de Irene tuvo mucha tristeza en su padecimiento. Imagino eso que alguna vez escuché acerca de los brazos vacíos de una madre y se me pone la piel de gallina recién pelada.

Irene era una buena madre, hacía todo lo posible porque comida, techo, agua caliente, uniformes y útiles escolares no faltaran. Y así fue hasta que mamá entró a la vocacional porque "ella debía cambiar el futuro en la historia familiar", todo parecía ir bien pero eran tiempos de crisis y -como siempre- de pubertades inquietas; de personalidades, olores y hasta voces indefinidas.

El nombre de mamá no importa porque puede ser la historia de cualquiera; desde la muñequita sintética hasta neurótica (románticas y certeras letras de El Haragán), entonces, no es anonimato sino irrelevancia.

Ella conoció a un rebeldillo de esos progres new age que quería derrocar al sistema capitalista a librazos' y piedra quemada. En ese mismo tiempo, con la menopausia de Irene vinieron más complicaciones que provocaron N cantidad de operaciones; extirpar quistes, quitarle la matriz, biopsias, terminando con un diagnóstico de metástasis de cáncer cervicouterino. Siendo humanos, pienso que el que todo haya sido tan rápido, fue lo mejor para ella; para mi mamá; para el Dios al que tanto le rezaba.

Entonces quedó mi madre flotando en la nada, sin saber hacer mas que pancartas contestatarias para los movimientos estudiantiles de los que ni conocimiento tenía, de la mano del tipo aquel adicto a la piedra y a los apoyos gubernamentales a los que tanto escupía. El mismo que, poco después, se convertiría en el que coló esperma en la vagina de mi madre para después de saber la noticia, decir que no podía estar en una lucha si tenía un bebé llorando mientras cambiaba pañales.

Mamá se quedó sola. Con una niña llorona y la casa de Irene. Medio habitable y medio no, cuando llovía parecía caerse pero a pesar de eso, servía de resguardo. Acostumbrada a ser parte del mobiliario de la casa donde sólo había muebles apolillados, logró que una vecina se compadeciera y le ayudara a cuidarme para poder trabajar. Marta, así sin hache, se llamaba, y hablo en pasado porque ya no creo que exista. Mi madre le daba poco dinero pero ¿qué más daba otro niño si ya cuidaba de cuatro? Cuatro varones cuyos nombres tampoco diré pero tenían once, ocho, cinco y tres años.

Mamá consiguió un trabajo de secretaria de un funcionario de medio pelo en la legislatura de aquel entonces. Ella era bonita, tanto que no tardó en volverse de confianza, demasiada, de dicho funcionario.

Mientras Marta me cuidaba lo mejor que podía, mi mamá seguía dándole dinero cada semana. Yo tendría ya cuatro años y, aunque todos esos recuerdos son borrosos, el niño de ocho, que ya cumpliría doce, un día quiso jugar conmigo pero me asusté y me puse a llorar. Marta escuchó, vio mis calzones con olanes en el suelo y a pesar de que -creo- no pasó nada, le dio una tunda al chamaco digna de redimirte y conducirte al sacerdocio.

Ese día, Marta le dijo a mi madre que las cosas se habían complicado y ya no podría cuidar de mí; su mundo se vino abajo. Más aún porque tenía dos meses de retraso, una hija de cuatro años y ella ni los veintitrés cumplidos. Como era de esperarse, la confianza que le había dado su cincuentón jefe, habría tenido consecuencias.

Cuando mi hermano ya estaba formado y casi con uñas en sus deditos, cuatro meses más tarde, a mamá la atropelló -accidentalmente- un coche rojo de modelo reciente, parecido al de la entonces esposa de su jefe. Murió, más bien, murieron al instante.

Yo quedé al cuidado del DIF o una de esas instituciones de gobierno. Todos los orfanatos estaban llenos y hasta los ocho años, después de peregrinar por uno y otro, me trasladaron a uno de Jalisco. No sé porqué. Yo sabía mi nombre pero ahí me decían Fátima, por la virgen. Así dirían mis papeles de adopción en dado caso de que la misma virgen cumpliera el milagro.

Siempre fui una niña lista aunque tranquila, mi introversión no me dejaba sobresalir de entre los demás. Aparte de todo, la gente que adopta tiene filtros superfluos y ridículos que van desde el color de la piel hasta el rizado del pelo. Yo era ésa que veía pasar a los padres potenciales por los jardines, por los cuartos, por la dirección... Escogiendo niños, como si fueran a comprar un perro.

Pasaba el tiempo y los de más años, íbamos dejando los zapatos a los niños más pequeños, esos que sabíamos tendrían, además de nuestros zapatos, una familia: "los que todavía no tienen mañas". Los más grandes sabíamos lo que nos esperaba: terminar la secundaria, aprender y aprovechar los talleres que nos ofrecían para cuando cumpliéramos dieciséis y nos echaran al mundo real después de ocho, diez, doce años encerrados. Ahora sí, a la vida donde no había horarios ni obligaciones, pero tampoco techo ni comida esperando.

Me faltan siete meses y trece días para salir de aquí. Diría que tengo miedo pero no sé cómo es eso de vivir sin que te digan cómo hacerlo. De hecho creo que hasta siento emoción ¿es esto una emoción? Mejor no me precipito.

Ya sé que en estos meses no seré adoptada. Nadie querría a una hija nueva que en vez de pedir muñecas pide brasieres; nadie querría a una adolescente que ya no es moldeable. Tampoco lo lamento. Me asusta un poco eso de no sentir empatía o algún tipo de sentimiento por nada ni nadie, pero es bueno porque tampoco sufro por apegos ni raíces. Hay algo en la historia detrás del huérfano, aunado a los mismos orfanatos, que pareciera te arrancan las ganas de sentir; de tener sueños o siquiera esperanzas, sin necesidad de que alguien te lo diga. Creo que es quizá porque saben que después de no tener nada, lo único que te hará sobrevivir, -después del encierro- es matar cualquier tipo de emoción que amenace con doblegarte.

El diecisiete ha sido el número maldito de las mujeres de mi familia, pero tengo un año, siete meses y trece días para romper ese patrón.

Porque los hijos de nadie; los bastardos de la tierra; los apestados por el paso del tiempo, no debemos definir un futuro con base en un pasado del cual no tuvimos culpa alguna.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.