22.5.15

El viejo y el mar; en sus ojos.

Los románticos dicen que los ojos son la ventana del alma. 

Los optimistas dicen que son el reflejo de lo bonito del mundo.

Yo digo que son dos bolas que me hacen entrecerrar los párpados para enfocar bien, las cosas como son. 

Mi abuelo -el muerto- tenía unos ojos grises como el nubarrón que traigo desde hace meses. Pero en traslúcido. Se podía ver a través de ellos. Te podías ver tú. Podías ver lo bonito del mundo. O sea que tenías lo de los románticos, lo de los optimistas y lo de las yo' en un mismo par de ojos. 

Casi siempre tenía su mirada, sino era vidriosa porque su retina ya estaba muy desgastada y la luz le calaba muy fácilmente, era porque acababa de llorar o porque recordaba algo que eso le provocaba. Perdía la mirada, como esperando que nadie lo notara aunque yo era fanática de ella y procuraba no perderla de vista. 

Él, en su juventud era un tipo guapísimo. Lamentablemente era proporcional a su machismo y lo cabrón que llegó a ser. De esos tipos conflictivos, pleitistas de cantina; mujeriegos que tienen a su esposa en casa esperando a que lleguen para servirles la comida. Me han contado cosas que no son dignas de presumirse, mucho menos que queden plasmadas aquí, en caso de que algún día mi papá llegue a leer ésto. 

No tenía una buena reputación ante la familia. La reputación queda hasta la muerte y mis únicos, y mejores, recuerdos de él comienzan cuando murió mi abuelo materno, donde todos se deshacían porque fue una muerte inesperada y mi mamá estaba tan ensimismada en su dolor que olvidó que tenía hijos a los que nos dolía que mi otro abuelo, también cabrón, también guapísimo, también una ficha, hubiera muerto. 

En los ranchos se acostumbra a velar al difunto en la casa del mismo. Ese día yo estaba llorando en una banquita afuera del rancho de mi abuela, mientras todos lo hacían alrededor del féretro, y en eso llegó mi abuelo, al que se le reconoce como el muerto, se sentó conmigo y dejó que llorara en su camisa blanca con rayas grises. Fue el único que se acordó que yo existía; y que me dolía ya no tener más abuelo gallero; y que me partía ver a mi mamá deshecha porque había perdido una de las personas que más quería: su padre. 

Después de ese 12 de enero de ya no recuerdo qué año, el lazo entre mi abuelo -el muerto- y yo, se hizo una cosa irrompible. Era un tipo duro que no mostraba sus sentires así le quitaran la piel. Pero yo era (sigo siendo) una ridícula que siempre le platicaba, le cuestionaba, le hacía que dijera cosas que quizá nunca consideró decir pero lo hizo. 

Era sabio el viejo. 

Me decía que la gente más longeva, refiriéndose a él, lo era porque era como un castigo para tener tiempo de arrepentirse de todo lo malo que había hecho. Vivía rezando y llorando. Pidiendo perdón no a quien debería haberlo hecho, pero se le notaba en sus ojos y en el siempre temblor de sus manos cuando te tocaba la cara. También llegó a mencionar que si veías por sus ojos no ibas a ver ni su alma, ni su bondad; que verías su pasado y no le gustaba lo que había sido. Por eso siempre desviaba la mirada cuando alguien intentaba sostenérsela. 

A mí me tocó convivir con el abuelo bonachón. El viejito corajudo pero que nunca me regañó. Tenía un bastón con el que, cuando me alcanzaba, me tocaba un chingazo', pero sabíamos que lo hacíamos porque yo me le igualaba. 

Hoy me da gusto que haya muerto cuando así pasó, aunque inconscientemente no lo haya superado, lo que menos me gustaría sería que me viera como ahora; entre sí y no: derrotada, desesperanzada, desconfiada y temerosa. Nada de lo que él conoció hasta mis 17 años, cuando murió, cuando él creía en mí y daba por hecho que yo sería objeto de su orgullo.

Pensando en lo que él me platicaba, he de confesar que tengo miedo porque si es cierto lo que él dijo, creo que viviré más de cien años. 



Como nota al pie, cuando murió, entre sus pertenencias estaba su cartera, cuando la abrí, lo primero que saltó de ahí fue una carta que le hice. No me dejaron entrar a verlo cuando agonizaba pero los que ahí estuvieron, dijeron que fui de sus últimos pensamientos. La maldad la tomaré en cuenta después de su muerte, entonces. 


Ojalá alguien me vea como yo lo vi a él, algún día. 
Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.