27.2.14

Entre la Ciudad Verdugo y el amor de cuatro paredes.

Él estaba del lado extremo de la sala. Pasando el salón con piso de ajedrez se podía llegar hasta él pero esperó más concurrencia para que nadie sospechara el mínimo ápice de lo que fuera. En ese lugar todo es mal visto, incluso, el que unas manos estrechadas para saludar estuvieran unidas por más de cinco segundos podría generar rumores. 

En el umbral de la puerta, una señorita delgada, de cara sobria pero linda, recibió un par de ojos verdes enfundados entre gris y blanco, colores aptos para la recepción que se llevaba a cabo, el par de ojos revisó el lugar, como un escaner en cuestión de segundos, dando de inmediato con el hombre al extremo de la sala. 

Como si fuera un juego, comenzó a moverse lentamente, precisamente, inteligentemente; primero en forma de L, seguido de una diagonal cual alfil blanco, como su piel, hasta llegar al peón que protegía al entonces rey.

Llegando al rango más bajo en su jugada todo fue más fácil; cuestión de que el mesero le ofreciera una copa de tinto para que el par de ojos ya estuviera en posición de jaque. 

Fue entonces que pudieron rozar sus manos -no por más de tres segundos- para proteger la solemnidad del protocolo que Ciudad Verdugo exige. 

Hablando un poco de ese lugar, describiré breve pero de manera específica: Ciudad Verdugo es en donde tienes permiso para nada pero lo puedes hacer todo; siempre y cuando lo hagas a escondidas, de lo contrario la sociedad de la misma se encarga de crucificarte con métodos arcaicos adecuados a la época actual. Puedes ser una puta que cada domingo le pide perdón a su Dios; un asesino pero ejemplar padre de familia; una madre alcohólica que paga una niñera para que haga lo que a ella le corresponde; puedes ser infiel, desleal, corrupto, ruin, un asco de persona, puedes ser el Diablo mismo, sólo procura que nadie se entere. O sí, se entera el mismo tipo de basura que saben que no pueden atacarse entre ellos. Entre perros no se muerden, sólo pueden ladrarse. La sociedad de esta ciudad es cómplice debajo de la punta del iceberg. Todos sabemos todo pero nadie dice nada. La punta del monstruo de hielo es lo que la gente ve, lo que la gente juzga y lo que la gente señala. Hipocresía pura que tiene la misma validez que un ateo jurando ante una Biblia. 

Retomando... Después del esperando encuentro, cruzaron palabras hablando de nimiedades; amigos en común, planes, finanzas, etc. Aunque lo único que se respiraba en ese espacio con 30 centímetros de proximidad el uno del otro, era ese olor a deseo, a carne, sucio pero no, yo diría que hasta tierno, ese olor a ganas de ser amor; porque el olor a sexo puede estar en donde quiera, pero esto era -o parecía- real. 

Al paso de la noche, y de los tragos, la cercanía fue siendo mayor, ya no importaba tanto si alguien con síndrome de halcón estaba al pendiente. Los roces eran más frecuentes, las manos en la espalda, en la nuca o demostraciones de afecto menos cuidadas. Era un grupo de seis los que departían en la misma mesa que, como granos de mazorca a medio desgrane, fueron cayendo de uno por uno hasta quedar sólo ellos. Podrían haber hablado pero no se sintieron cómodos por lo que decidieron coincidir en los sanitarios. 

Se abre la puerta del baño de hombres, el tipo del extremo estaba sentado en el lobby cuando vio entrar los ojos verdes que tanto había querido mirar a solas entre la muchedumbre, los ojos enfundados en un traje gris, con mancuernillas de oro, camisa blanca y corbata a rayas, de 1.85 metros y 80 kg. No hubo tiempo, cordura, ni ganas de negociar. El hombre del extremo sólo tenía una oferta; cuatro palabras para el par de ojos en los que habría querido perderse toda la noche: amor de cuatro paredes.

Los ojos verdes se retiraron del lugar sin hacer más que nada; con sus ilusiones y orgullo rotos, resignado a perder a un cobarde por el que jugó una partida cuasiperfecta de dos movimientos para llegar hasta el rey esa noche. Un rey preso entre sus juicios morales, sus negaciones y su valor nulo para enfrentar la verdad.

Al final de cuentas sabe que Ciudad Verdugo no perdona. La reina, tampoco.




Cuando aceptemos que el amor es amar a la persona, no al sexo que porta, entonces habremos avanzado como sociedad. Mientras, sigamos jugando a Ciudad Verdugo, sé que de la que hablo, hay bastantes todavía.


6.2.14

Éso.

El mejor amigo de mis papás tiene cáncer.

- Hola pa', nada más hablo para que me des la mala noticia ¿quién murió?
- No hay noticias de esas hoy hija, te falló. Qué bueno.

Ayer hablando con mi papá.

Soy ave de mal agüero, dicen en mi rancho.

Una ansiedad de muerte no me dejó respirar bien ayer; comenzaba a hacerlo desde el pecho y no del estómago; mi mano izquierda estaba dormida; no dejaba de vomitar y sentía éso. Éso que siento cuando sé que viene una mala noticia; el hueco en el que meto mi puño a la altura del corazón para apaciguar sus latidos cuando llevan prisa. Éso que me obliga a jugar Tetris porque en mis maneras poco ortodoxas de perder mis pensares está el acomodar cuadritos hasta romper mis propios records. Éso que me hace escuchar una canción con 20 instrumentos hasta identificar el sonido de cada uno cuantas veces sea necesaria. Éso que me gusta hacer y no. Porque cuando lo hago sé que es por la misma razón de siempre: irme de mí.

El estado zen de estos últimos días no viene con el instructivo de qué hacer en caso de que sepas que la muerte de alguien a quien quieres desde que recuerdas está merodéandolo. Sólo ves una mancha negra que se disipa entre los baos humanos en medio minuto; sabes que está cerca. Quizás sí o quizás no. Tal vez sólo vino de visita y hace un estudio de tiempos y movimientos. A lo mejor sabe que a veces es necesaria su presencia para acomodar ciertas cosas que no encajan. O puede ser que esté respirando en mi hombro; se acueste en el lado vacío de mi cama o me acaricie el pelo mientras duermo. Aunque no sea yo su objetivo me sabe débil y quebrantable. Sabe que si a algo le temo no es a la muerte en sí sino a la ausencia póstuma. Sabe que mi estabilidad emocional es tan fácil de romper como poner a un montón de chiquillos a jugar en una cristalería. Sabe que me está poniendo a prueba. Sabe que la palabra cáncer no me gusta ni en el zodiaco.

- Hola papá, ¿Cómo está? ¿es puto cáncer verdad?
- Sí, mhija'. Cáncer de próstata.

La llamada de hoy.

Soy ave de mal agüero, dicen en mi rancho. El mejor amigo de mis papás tiene cáncer.

El compañero de toda la vida de mi mamá al que sólo le lleva dos años de diferencia; su confidente; su hermano; el hijo de mi abuela; mi tío; el señor bonachón al que quieres hubiera o no lazo de sangre tiene cáncer y yo tengo una necesidad muy cabrona de jugar Tetris.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.