Su problema es que trae con él una tristeza que no es suya.
Le pareció tan fácil vivir como un ladroncillo cualquiera cuando era joven que terminó robándole un sentimiento vacío a alguien más desgraciado que él.
Siempre camina viendo al suelo, no porque quiera; nadie nos dimos cuenta cuando pasó de ser un hombre encorvado a una figura escuadra. Entre su cintura, cabeza y piso debe haber 90° más o menos.
Él vive como un ángulo recto.
Él vive como un ángulo recto.
Nadie de los conocidos sabemos su historia, creo que no queremos saberla porque todos la imaginamos trágica y desolada. Así somos los humanos, preferimos ignorar lo que no nos parece agradable. "Si no lo vemos, entonces el problema no existe".
Tiene una voz ronca, ya casi inaudible pero procura saludar a los vecinos de donde se instala. Cuando le compras algún cachibache' o le regalas algún suéter, algo que pueda servirle, te da una bendición que aunque no es entendible, agradeces.
Es como el personaje del vagabundo de cualquier novela. Es un señor cliché a sus ochenta años. Es más de lo que muchos que no tenemos ni treinta y cinco hemos sido. Pero eso tampoco es problema de nadie, ni de él siquiera porque nadie, al menos de los conocidos cercanos, sabe nada de él.
Su problema no es que haya vivido tanto; ni que le duelan las rodillas o la espalda; tampoco que sus manos casi artríticas no le dejen sostener el palo de madera que usa como bastón para no derrumbarse cada cuatro pasos.
Su problema es que no es su problema y todavía no se da cuenta.
Su problema es que carga con la conciencia de otro que, lo más probable, tiene más peso que la de él mismo.
¿Cuántos años llevará cargando un morral que no es suyo?
Yo lo veo desde la acera de en frente haciendo como que hablo por teléfono o que tomo una foto a la esquina de la casa vieja que está a sus espaldas. Otras veces me siento detrás de él para no tener qué despistar nada.
Mi problema es que cuando lo veo pasar es como si su figura tuviera un imán con mis ojos y no puedo quitarle la vista. Con su saco gris o negro deslavado, quién sabe qué color sea, un pantalón café a lo que mi madre le llamaría de "brincacharcos" porque debe faltarle una cuarta para que quede a su medida, una gorra azul y la barba que parece ni crecerle ni serle cortada, justo como con la que lo conocí.
Y podría quedarme por horas inventándole una vida, pensando en cómo era cuando fue joven, cómo era su mirada antes de que su iris fuera color viejo. De ese color del que se vuelven los ojos de los abuelos. Color cansado, aburrido, color triste.
Me gusta imaginar que fue feliz, como sea, a su modo. Me gusta imaginar que a pesar de sus carencias y falta de compañía, ahora lo es. Lo pienso llegando al cuarto donde duerme, no sin antes pasar a comprar un pan, calentar canela en su vaso de peltre azul con chispas blancas y sopear la su pan de vainilla en ella. Me gusta creer que enciende el radio que siempre trae consigo, dicen que es lo único que no está en venta; y después se recuesta hasta quedarse dormido.
Entonces despierta y sale temprano a vender los cacharros que carga o que va encontrando en la calle, mentalizado a que tontos, ociosos, infelices o simples ignorantes como yo, se sentarán tras él creyendo que no se da cuenta, para imaginar cómo fue su vida hace cincuenta años.
Me gusta imaginarlo diciendo:
¡Pendejos, cansen su imaginación, ese no es mi problema!
One of these days i'm gonna colour his life with the chaos of trouble.