30.8.16

Costumbres.

Hay tradiciones, costumbres, rituales o como le quieran llamar que, independientemente de nuestra postura religiosa -o de cualquier tipo-, creo son importantes mantener no sólo por el hecho de continuar algo que la familia arrastra desde sabrá Dios cuándo, sino por el vinculo atemporal que crean entre quien se esmera en mantenerlo y quien es testigo de cómo se prepara; del recuerdo que se siembra; del momento que se guarda en la memoria de ambos.

Actualmente, ya en mi edad adulta (adulta, no madura) y un poco reacia a la fe; las creencias y todo lo que no tenga una base científica probada -a pesar de no considerarme atea sino una religiosa convenenciera- me resulta difícil introducirme, y quedarme, en ciertos ritos de mi mundo contemporáneo.

Confieso que me está resultando aburrido cuestionarme todo, lo descubrí hace poco tiempo pero así es. Era más fácil de niña donde todas mis pequeñas complicaciones las dejaba en manos de un Dios; mis juguetes a Santa Clos; mis dientes al ratón; mi cielo y mi infierno; mis santitos para que no me regañaran por alguna tontería infantil; mis cosas intangibles que me platicaban mis abuelos para que me bien portara. De adulta ya no tengo a quién echarle la pelotita para no hacerme responsable de mis actos.

No sé hacer preámbulos.

Todo lo anterior se reduce a un recuerdo que me llega a tocar las ventanas del alma cada que una muerte que sientes que te duele por N cantidad de razones, sea o no sea alguien directo.

De chiquilla, recuerdo claro cómo mi mamá, cuando alguien fallecía (ella sí lo hacía con cercanos, a menos que le afectaran en su maternidad) iba a la tienda, compraba una veladora, ponía un perrito de plástico y un vaso con agua. Como a muchos, creo que le afecta más cuando el difunto es joven o muere de forma repentina. Me explicaba que la veladora era para que iluminara su camino; el perrito para que lo guiara y ayudara a cruzar el río (cosas de católicos) y el vaso con agua para la sed en su trayecto.

Yo me quedaba media noche esperando a que se consumiera la veladora, a que bajara el nivel del agua y que el perrito hiciera un mínimo movimiento. Nunca pasó y qué bueno porque ahí me habría infartado.

Entonces, mi naturaleza aprehensiva no me dejaba cerrar los ojos por días, de sólo pensar en los espíritus que todavía no lograban pasar el río porque estaban asustados y confundidos. Mi mayor tristeza era pensar que sufrían porque todavía no concebían que su alma ya no estuviera en su cuerpo; que, por la muerte inmediata, hubieran dejado asuntos pendientes; peleado con su familia... Mil cosas que podría mencionar pero no quiero. Mi empatía extrema me colocaba en el lugar del muerto y comenzaban los ataques de pánico y de ansiedad al pensarme en esa situación. Nunca pasó de un susto.

Y es ese tipo de rituales que me siguen gustando, más muchos otros, que quiero que sigan en mi descendencia. No importa que sean bastardos de creencias o perdidos de su fe, hay cosas que, pienso, no debo dejar morir en mi genealogía.

Vuelvo a escribir. Juan Gabriel murió hace dos días, el domingo 28 de agosto de 2016, de un infarto fulminante, y a muchos nos dolió su partida porque podría jurar que estuvo presente en los recuerdos; en las familias; en los momentos de, a excepción de unos muy pocos, mi generación; la de mis padres y abuelos.

Hoy tengo el pesar, porque sí lo es; me pesa, que esté asustado y todavía no sepa qué pasa a su alrededor.

Yo aquí le pongo su veladora con su perrito y su vaso con agua.

Llegarás con bien, a donde debas llegar. Porque si mi mamá me dijo que eso era para cruzar el río con bien, le creo.

Que seas muy feliz estés donde estés...

15.8.16

La Señorita Vacío


Un día, cuando era niña, vi a una señorita llorando en una banca de un jardín. Hacía como que se escondía pero yo -experta en llanto- notaba a leguas su irritación en el antifaz alrededor de los ojos y los restos de Kleenex que le quedaron, al haberse limpiado supongo. Mi mamá veía unos zapatos y yo, argumentándole cansancio, le dije que la esperaba sentada en el jardín del frente. En aquel entonces no podía despistar que la veía porque los celulares aún no estaban al alcance de todos, mucho menos de una niña de once años.

No le pregunté qué le pasaba porque me dio pena, creo que a ella también porque se levantó y se fue. Antes de perderle la pista, me miró y no supe a dónde voltear así que la vi también.

Mi personalidad aprehensiva, desde que recuerdo, me hizo fijarme en su mirada y más que tristeza sentí miedo; tenía ojos pero no mirada, o sí, pero vacía, perdida, oscura... Como si alguien le hubiera metido los dedos por la cavidades oculares y en vez de los globos hubiese extraído su esencia. La chica era un vacío, si te asomabas a través de ella, podías escuchar tu eco. Era un muerto respirando. Viva, pero no. Como si su corazón no latiera; rugiera.

Porque en esos tres segundos pude ver tristeza, enojo, decepción y todas las fases de un duelo en un instante. Ella no era ella; la habían robado de sí misma.

Nunca sabré qué fue lo que le pasó pero yo tejí un montón de trenzas con todas las historias que le inventé. A los once, mi imaginación ya era muy dramática pero todavía tenía sueños, ilusiones e incluso esperanzas. Quise pensar que, lo peor para mí: la muerte, no era el motivo de su hueca mirada y, al final de todo, la dejé aclarar las cosas con el que la había decepcionado.

Mi mamá volvió con zapatos nuevos y yo con una historia qué inventarme, tuve veinte minutos de autobús de regreso a casa para poder llegar y escribirla en el aire.

Porque a los once puedes ser lo que sea, pero siempre va a ganar la cursilería y tus ganas de que el amor triunfe por sobre todo.

Procuren nunca vaciarse, puede haber una niña metiche que los recuerde 21 años después y qué tristeza ser ese adulto al que describieron como hueco, y no precisamente de sus piensos. Si los descubren, háganle una mueca o finjan una sonrisa.

No sean el vacío caminando.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.