15.8.16

La Señorita Vacío


Un día, cuando era niña, vi a una señorita llorando en una banca de un jardín. Hacía como que se escondía pero yo -experta en llanto- notaba a leguas su irritación en el antifaz alrededor de los ojos y los restos de Kleenex que le quedaron, al haberse limpiado supongo. Mi mamá veía unos zapatos y yo, argumentándole cansancio, le dije que la esperaba sentada en el jardín del frente. En aquel entonces no podía despistar que la veía porque los celulares aún no estaban al alcance de todos, mucho menos de una niña de once años.

No le pregunté qué le pasaba porque me dio pena, creo que a ella también porque se levantó y se fue. Antes de perderle la pista, me miró y no supe a dónde voltear así que la vi también.

Mi personalidad aprehensiva, desde que recuerdo, me hizo fijarme en su mirada y más que tristeza sentí miedo; tenía ojos pero no mirada, o sí, pero vacía, perdida, oscura... Como si alguien le hubiera metido los dedos por la cavidades oculares y en vez de los globos hubiese extraído su esencia. La chica era un vacío, si te asomabas a través de ella, podías escuchar tu eco. Era un muerto respirando. Viva, pero no. Como si su corazón no latiera; rugiera.

Porque en esos tres segundos pude ver tristeza, enojo, decepción y todas las fases de un duelo en un instante. Ella no era ella; la habían robado de sí misma.

Nunca sabré qué fue lo que le pasó pero yo tejí un montón de trenzas con todas las historias que le inventé. A los once, mi imaginación ya era muy dramática pero todavía tenía sueños, ilusiones e incluso esperanzas. Quise pensar que, lo peor para mí: la muerte, no era el motivo de su hueca mirada y, al final de todo, la dejé aclarar las cosas con el que la había decepcionado.

Mi mamá volvió con zapatos nuevos y yo con una historia qué inventarme, tuve veinte minutos de autobús de regreso a casa para poder llegar y escribirla en el aire.

Porque a los once puedes ser lo que sea, pero siempre va a ganar la cursilería y tus ganas de que el amor triunfe por sobre todo.

Procuren nunca vaciarse, puede haber una niña metiche que los recuerde 21 años después y qué tristeza ser ese adulto al que describieron como hueco, y no precisamente de sus piensos. Si los descubren, háganle una mueca o finjan una sonrisa.

No sean el vacío caminando.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.