11.12.14

Como la flor...

Eran menos de las tres de la mañana y -como siempre- lo único que la acompañaba era el insomnio y la música que había puesto para tratar de hacerlo más ligero. La crisis de los treinta no le pego hasta entrada, casi arañando los 31, pues dice que su virtud es llegar tarde a todo.

Está perdida pero hace como que no lo sabe aunque su consciente tenga bien claro lo contrario. Tiene un trabajo que la reta -como no hay idea- intelectual y profesionalmente. Aunque desde que tiene uso de razón quería dedicarse a las artes terminó en el lado opuesto; no se queja, se adentró en un mundo, aunque complicado, fascinante. Eso está bien.

Trae fantasmas que no sabe si no la dejan a ella o al revés pero quizá tenga qué ver con el insomnio al que tanto ama. Sigue viviendo con el hubiera; con el que tal si...; y con un montón de cuestionamientos que la sitúan en escenarios futuros -todos desoladores y desesperanzados-. La vida es cabrona y muy rencorosa; tiene la idea de que morirá muy vieja, como cuando decía su abuelo -el muerto- que Dios dejaba vivir más a los que tienen más cosas de las qué arrepentirse. Esas putas y delicadas palabras que nada más no se le pasan y siguen haciendo eco, rebotando en sus paredes neuronales, de aquí para allá, desde hace catorce años.

Sí, hemos de traer muchos fantasmas. Y muchos costales con un montón de cajas de pandora dentro que, quizá lo más sensato, sea no abrir ni el costal ni mucho menos las cajas porque no sabemos qué tipo de monstruos podemos despertar.

Ha tenido sueños muy perturbadores que no ayudan a su salud mental; como casarse y llamarle al que sería su esposo, antes de la boda, para que no llegara o sería ella la que lo dejaría en el altar. ¿A qué le teme? U otro donde sueña cien pisos que debe bajar por escaleras de madera, de esas que usan los pintores, amarradas con alambres. Sueños nada comunes pero angustiantes porque así despierta ¿a dónde conducen esos cien pisos?

Despierta alterada, siempre alterada y llorando. Voltea a su alrededor y toma cerca de dos minutos en reconocer el entorno. Oye una voz en off, es alguno de sus padres, pero no la reconoce y, aunque más calmada, sigue llorando. Se atienta la cara y no cree que sea suya, siente un hormigueo que no le permite saber si es o no; ve sus brazos y no los reconoce porque espera una piel limpia, sin los tatuajes que la acompañarán por siempre. Se levanta. Se mira en el espejo y no es quien cree ser. Ella no es la de la mirada bonita. Ella ya no es.

Tengo la teoría de que simplemente no quiere ser. Ni estar. Ni nada.

Un día tuve una gerbera que no cuidé y la creí muerta. No volví a regarla. Días después, el cielo se cayó y aunque la flor estaba donde no podía inundarse, alcanzó a mojarse. Al tercer día, como Lázaro, había dejado brotar de nuevo sus botones.

Esa muchacha un día tuvo destellos de buena vida; quizá lo único que necesita es que el cielo se caiga encima de ella para reavivar sus ramas.

Ya veremos.

Más importante que llamarse Ernesto, es elegir la banda sonora de tu vida.